domingo, 1 de julio de 2018

¿Para qué componer?

Es cíclico. Pasado un tiempo dejo de ver sentido a la escritura musical. Suele suceder tras periodos de relativo éxito, siempre efímero, cargado de apoyos intelectuales y que dejan tras de sí una resaca de nihilismo, vacío creativo y cierta depresión.
Componer es un acto de fe. Primero tienes que creer en algo muy poco explicable: un lenguaje coherente, personal y a su vez comunicativo. Ese lenguaje nunca será novedoso (ni falta que hace) y en mi caso desencadena un terrible conflicto. No tengo necesidad de ser más disonante o menos; tonal o atonal; racional o irracional. Sin embargo, dudo mucho sobre si mi anhelo creativo está siendo respetado por mi elección estética. La utilización de los recursos musicales son frutos de una durísima educación, magníficos profesores y el irredento entusiasmo con el que estudié. En eso no me distingo en nada con ninguno de mis colegas.
Acabar una obra suele ser un momento de vacío. El agotamiento me invade y creo sentir que esa ha sido la última composición de mi vida. Si el pico del ánimo lo permite, puedo escribir la siguiente, pero si no es así, puedo pasar meses sin plasmar ni una nota.


Hoy sí creo que he terminado mi faceta de compositor. No se lo tomen del todo en serio, ya me sucedió en 2016. Mi último compromiso es un dúo de sopranos y piano. No sé qué hacer, no sé qué escribir. Es un compromiso angustioso, una obra que injustamente está sufriendo mi agotamiento creativo. Es la ausencia de deseo, la duda del lenguaje, el hastío, la nada.
Nuevamente, he dejado de querer escribir música. Cuesta mucho, NO SE PAGA (cuestión esencial) y se deben tener muchas ganas para afrontarlo.
Mucha gente escribe bien, la música no sufrirá.

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