lunes, 31 de octubre de 2011

EL ÁRBOL DE LA VIDA. VANGUARDIA Y TRADICIÓN

No soy crítico de cine, ni siquiera soy experto. Sólo un aficionado que adolece de cultura del séptimo arte y que cuando acude a una sala o ve por TV una película trata de salir enriquecido, bien por haber pasado un buen rato, reír, llorar o pensar. Creo en el cine comercial y en el experimental. Admiro EE.UU. por ser la primera potencia al respecto y por dar cabida a todo tipo de tendencias, no sólo la más conocida por el público.
Quiero hablar de cine porque he sido uno de los que salió conmocionado tras ver EL ÁRBOL DE LA VIDA. Terrence Malick realiza un arte distinto, donde lo poético es casi más importante que lo narrativo. Se recrea en sus obsesiones y, lo que es más maravilloso, es capaz de combinarlas entre sí durante dos horas sorprendentes. Planos cortos, con cámara cambiante, recreación en el cosmos, gran trabajo de los actores, tanto Brad Pitt como Jessica Chastain o Sean Penn (que participa muy poco en el montaje final) y unos niños que llevan por momentos todo el peso de la escena.
Todavía más increíble es que las obsesiones de Malick son las mismas que las mías, por eso me gustó tanto. Las cuestiones eternas de quiénes somos, de dónde venimos y adonde vamos; el sufrimiento por la pérdida de los seres queridos; la música, la educación de los hijos... y el hecho de vivir.

Vanguardia y conservadurismo.

EL ÁRBOL DE LA VIDA es una película vanguardista, rompedora con los cánones convencionales de la narración escénica, poesía sobre prosa. Sin embargo, la banda sonora utiliza música clásica de distintas épocas, algún autor vivo de estilo minimalista y una partitura original (que no es especialmente conmovedora) de Alexandre Desplat. No es correspondientemente vanguardista el uso del sonido con el de la imagen ¿y el resultado? Simplemente perfecto.
Empecemos por esta coqueta página del barroco francés: "Las barricadas misteriosas" de Couperain (1668-1733). El título esconde parte del sentido de la película, los misterios de la vida, llenos de saltos infranqueables. Aparece siempre de forma diegética (la fuente sonora está dentro de la escena) interpretada por Jack (Brad Pitt) al piano y en un momento especialmente intenso, por su hijo mediano (Laramie Eppler) a la guitarra.


Escuchamos a Mahler, Berlioz, Bach, Mozart... e incluso un estudio guitarrístico de Fernando Sor durante los títulos de crédito. Pero especialmente sonoro es esta página de la mejor música nacionalista checa: El Moldava, del poema sinfónico "Mi patria" de Bedrich Smetana (1824-1884). Refleja los momentos de alegría infantil.


¿Y cómo no ser definitivamente conservador al narrar el amor, el nacimiento y la felicidad con esta música sublime y enternecedora de Ottorino Respighi ( 1879-1936)? Música antigua re-elaborada para orquesta.


Donde más abraza Malick el conservadurismo musical es en la aparición de un autor vivo: Zbigniew Preisner (1955), compositor polaco que sigue fielmente los pasos de Henry Gorecky (1933-2010), cuya «Sinfonía 3» también aparece en la película. El Lacrimosa, del «Requiem para un amigo» (dedicado al director polaco Krysztof Kieslowski) es especialmente intenso y expresivo. Acompaña a las imágenes del cosmos, donde se plantea el porqué de todo lo que sucede, una pregunta que todos nos hacemos y que oímos en la madre tras la pérdida del hijo.


No hay música rupturista, toda es tonal. En esto se aparta de los gustos musicales de Stanley Kubrick, a quien tanto debe Malick en sus planteamientos. Pero da igual, al fin y al cabo toda la música de EL ÁRBOL DE LA VIDA es tan bella y plástica que se adapta a todas las exigencias del director en una obra de arte total, sin concesiones ni censuras.





miércoles, 12 de octubre de 2011

Paul O´Dette: Vibró el laúd

Comenzó el primero de los conciertos del ciclo «Tomás Luis de Victoria» en el Teatro Auditorio de la mejor manera posible. El laudista norteamericano Paul O´dette ofreció un concierto de los que no se olvidan, impregnado de todo el espíritu de la Europa del siglo XVI.

El recital tenía un título sugerente: «Música para el Papa, el Rey y el Emperador», una recreación de la reunión que tuvo lugar en Niza en junio de 1538 entre el emperador Carlos V, el rey Francisco I de Francia y el Papa Pablo III para firmar un tratado. Los mandatarios se presentaron con importantes séquitos –una forma habitual de manifestar su poder— entre los que se encontraban sus mejores músicos. Existe constatación escrita de la presencia de los laudistas Francesco da Milano y Alberto de Ripa, mientras que es posible que también se encontrara el vihuelista español Luys de Narváez.

La música de los tres maestros nombrados, más la de Pietro Paulo Borrono, condensaron toda la esencia de un siglo donde la música instrumental empezaba su andadura independiente de la vocal, pero que todavía seguía atado a muchas de sus convenciones.

Laúd, contrapunto y danza.

El laúd se convirtió en el instrumento predilecto de la nobleza. Con sus seis órdenes (o cuerdas dobles) era capaz de aglutinar la complejidad de la música vocal de época, principalmente el contrapunto imitativo, además de ser idóneo para interpretar las danzas cortesanas y populares que tanto gustaban. Por eso, la práctica totalidad de los compositores de laúd y vihuela del siglo XVI escribieron para esos dos formatos, como pudimos comprobar en el concierto del pasado viernes. El estilo de cada uno de ellos, aun ciñéndose a las mismas normas, es muy distinto. Alberto de Ripa esconde una música sombría, cerebral e intensa, mientras que Narváez explota el poder de las variaciones sobre un tema dado (que en España se llamaban diferencias) con una gran energía e imaginación. Pietro Paolo Borrono busca un laúd luminoso mientras que Francesco da Milano, apodado por su maestría “Il Divino”, se encumbra como dominador supremo de todas las formas de la época.

La visión de Paul O´Dette.

El gran intérprete de Ohio forma junto con Hopkinson Smith y José Miguel Moreno el gran tridente de solistas veteranos de la cuerda pulsada antigua. O´Dette es un maestro con mayúsculas, de los que exhiben un dominio técnico natural, sin esfuerzos visibles ni exageraciones gestuales. Inició el concierto con Pietro Paolo Borrono –el menos profundo de los cuatro autores— y mantuvo una tensión creciente, combinando sabiamente las variaciones y danzas con las más complejas fantasías. Acababa cada sección con una obra brillante.

Las virtudes de O´Dette se vieron desde el principio. El laúd es un instrumento de gran belleza sonora y visual y de pequeña proyección. El desarrollo expresivo se debe realizar desde el detallismo en el fraseo, las pequeñas pinceladas, las mínimas desigualdades que hacen que la riqueza se acumule en cada página. O´Dette nadaba como pez en el agua haciendo diferentes dos acordes idénticos y realizando las notas rápidas como una cascada cambiante.

El otro aspecto que puso de relieve fue el de la ornamentación. Muchos pueden pensar que improvisar trinos, cadencias y otras florituras es algo típico del Barroco y que no es aconsejable para el Renacimiento. Basta con la lectura de los propios libros de los laudistas y vihuelistas del siglo XVI para comprobar cómo los mismos compositores dejaron claro que el intérprete debía ser un activo improvisador. O´Dette asumió ese papel con naturalidad y debo reconocer que no había escuchado en la vida una versión tan ampulosa y plagada de ornamentos de la “Canción del emperador” de Narváez. El resultado puede ser hasta discutible en lo estilístico, no así en lo musical.

Al acabar el recital tuve esa extraña sensación de vivir de nuevo una noche irrepetible. Me sentí afortunado, porque mis padres no tuvieron las posibilidades de alimentar el espíritu musical que yo he tenido en estos años. Los ciudadanos de esta “Ciudad para la música” así lo entendieron… por eso asistimos la “friolera” de setenta personas.

El artículo fue publicado en la versión impresa de EL DÍA DE CUENCA el miércoles 12 de octubre de 2011


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