En los maravillosos años de las tertulias que tenían lugar en
RAZÓN ATEA –el blog del filósofo, escritor y periodista mendocino Fernando G. Toledo— pude aprender y
enriquecerme con los participantes en los mismos. El materialismo filosófico lo
encarnaba el propietario de la página. Fernando
Cuartero y Atilio desarrollaban
sus argumentos como escépticos formidables y siempre con una base científica
que hacían inquebrantables sus conclusiones. Recuerdo –le he perdido la pista— a
teísta católico que se hacía llamar Dark
Paker. Había muchos más, iconoclastas la mayoría, sabios todos, poseedores
de una oratoria y sintaxis dignas de los mejores alumnos, los “cerebritos”, los
que sufrían bullying porque los mediocres no soportaban su superior intelecto.
En mi corazón hay un sitio especial por ese mexicano esteta y amante de toda
manifestación cultural, religiosa o no, que murió trágicamente hace ya tres
años: Enrique Arias, “Ariastóteles”.
De él aprendí el valor supremo de la belleza como motor de la vida, así como el
ensimismamiento ante la brutal maravilla que nos rodea, creada por el hombre o
la naturaleza.
Con las redes me he encontrado con antiguos amigos y he
hecho amistades cibernéticas nuevas. Sacerdotes, músicos, políticos de todas
las ideologías, profesores, artistas, creadores, obreros, empresarios, etc. La variedad
de la sociedad es infinita y los posicionamientos ante la vida van a la par.
Cristo de Marfil, de estilo gótico |
Por consiguiente, todos los años se han generado debates antes de comenzar las festividades religiosas
cristianas. Me gusta que existan, pero creo que me tengo que definir de forma
radical. Soy escéptico, laicista y creo firmemente que por el bien de mi patria y de las
religiones, el estado laico (o aconfesional, que es lo mismo pero “no e iguá”,
que diría Martes y 13) es el único aceptable. Así mismo, en todo estado laico
deben existir convenios con las religiones y con otras asociaciones para
celebrar actos públicos que se consideren de interés cultural, antropológico y
económico para todos. Aquí es cuando empiezo a chocar con el resto de
laicistas. Creo firmemente que las administraciones públicas deben ser
partícipes activas en las procesiones de Semana Santa, al igual que en los
desfiles de Carnaval o en las celebraciones de conmemoraciones de éxitos
sociales conseguidos en el pasado, como son el 1 de mayo o el día del orgullo
gay. El estado debe apoyar la riqueza de la nación y las manifestaciones que
suceden estos días lo son de forma incuestionable. Son bellas y muy especiales.
En muchos lugares de España salen a la calle obras maestras de la escultura
barroca, la puesta en escena es variopinta e intensa. Siempre me planteo que si la seriedad con la que millones de
españoles organizan los actos de estos días se extrapolara al resto de las
funciones, seríamos la primera potencia mundial.
Por último y no menos importante: la Semana Santa es una
gran fuente de ingreso económico. Una ciudad pequeña como la mía multiplica por
tres su población en Jueves y Viernes Santo. No hay ideología, por muy racional
que pretenda ser, que justifique la pobreza o la eliminación de un negocio
sostenible, no contaminante y que provoca todo tipo de sentimientos.
Como conclusión: quiero un estado laico, que sea neutro ante
las religiones pero que las admita en el ámbito público cuando el beneficio es
para todos. Quiero el sonido del almuecín en la mezquita, las campanas de los
templos católicos y sobre todo, quiero escuchar nuevamente las dos Pasiones de
Bach y seguir conmoviéndome. Quiero que mis entrañas se retuerzan a pesar de
que la neurociencia logre entender el porqué de todo ello.