El 15 de diciembre de 2016 marca el año exacto desde que
firmé mi última composición: INFANCIA, para guitarra. Durante estos 365 días no
he escrito nada, no tuve necesidad ni deseo y simplemente he seguido los
designios que la vida me ha ido marcando, sin forzar artificialmente lo ya
extinto.
No piensen que vivo
con dolor esta experiencia. Son etapas que van pasando con la misma naturalidad
con la que se nos cae el pelo o se tiñe de gris. La creación debe partir como
necesidad y ésta se alimenta del propio conocimiento y la experiencia. Así
crece y evoluciona nuestro lenguaje y así conseguimos poco a poco la
personalidad creativa.
Pero este proceso va acompañado de muchos factores. Una vida
ocupada en el trabajo de profesor, una actividad familiar intensa y
gratificante y el inevitable paso de los años, que hace que las ilusiones se
difuminen y que sepamos ver todas las caras de este mundo tan complejo y lleno
de aristas.
En estos veinte años de producción tengo un conjunto de
obras aceptable, no muy numeroso, en el que intentaba contentar mis deseos
expresionistas a veces y de color otras. Algunos años dominaba un concepto sobre
otro, aunque el motivo conductor era siempre emocional. Por ejemplo, las canciones a mis hijas me
hicieron recorrer el mundo de la melodía directa y emocionante, mientras que mi
obra de cámara era el gran refugio de la dureza y el desgarro. Siempre estaba
mi mente como equilibrio entre esas fuerzas que tanto tiraban de mí. He
considerado cada composición como un mundo, como una obra inmensa a la que
tenía que dedicar la vida entera.
Pero todo eso, imagino que temporalmente, se acabó. Perdí
esa necesidad, ese gusanillo que me recorría las entrañas delante del papel
pautado. Es demasiado esfuerzo, casi siempre recompensado con unos aplausos, probablemente
sinceros, y con palabras de admiración, e incluso cartas anónimas solicitando
un autógrafo.
A pesar de todo, son demasiadas horas dedicadas, tras las
cuales no termino de ver el reflejo de las mismas en la sociedad como imaginaba.
La compensación económica, que al final es la que alimenta el alma y el cuerpo,
es prácticamente inexistente. Además, por qué no decirlo, el compositor debe
desarrollar una carrera paralela de gestión y venta del producto. Hablar con
unos y otros, “comer la oreja” a los programadores, vender la burra y las
excelencias de uno mismo, marcar los tiempos como un auténtico macho alfa… y en
ese aspecto la naturaleza nunca me dotó. No he sido competitivo, quizá por
cobardía, por pereza (a la que soy un gran aficionado) o por una excesiva
timidez. El punto final ha sido la ópera LA CAJA DE LUZ. Un proyecto casi
definitivo, con libreto de Gustavo Villalba, al que no he dedicado en su promoción
y venta los esfuerzos que requiere, pero es que no valgo para eso y me resulta
agotador.
La música sigue por mis venas, toco la guitarra como no lo
hacía durante los últimos veinte años y mi última adquisición –una guitarra restaurada
por José Miguel Moreno de mediados del siglo XIX— me nutre permanentemente y
completa mi existencia. De momento doy gracias a la vida.
Les dejo INFANCIA, un año después.