Cuando conocí el proyecto me parecía muy difícil pero abordable. Un reto precioso que necesitaba de la complicidad de los niños de la Escolanía Ciudad de Cuenca, unos solistas adultos con papeles breves pero exigentes y un grupo instrumental reducido, incisivo y que llene de color la compleja música del británico Benjamin Britten (1913-1976). Han pasado los meses y las expectativas no solo se han cumplido, sino que han sido mejores de lo imaginable.
Esta ópera para niños no está al alcance de todos. La música aparenta una cierta sencillez, que es sólo la cáscara que cubre la realidad más profunda. Las melodías diatónicas y regulares están envueltas de un colorido armónico muy complejo y de un juego de voces a veces enrevesado. No son cancioncillas infantiles sino una obra maestra de bolsillo del mejor operista del siglo XX. Las posibilidades de desfallecer en el intento son muchas. Pueden surgir problemas de afinación y coordinación, frustraciones ante un avance lento por la acumulación de detalles que sólo salen adelante desde el esfuerzo y el compromiso. Todo fue superado gracias a una continuidad de factores que han convertido este «Pequeño deshollinador» en un espectáculo fascinante y de primera línea que debe buscar nuevos escenarios en todo el mapa nacional.
La puesta en escena.
Primer acierto con mayúsculas, perfecto y poético en la idea y en la práctica. Ignacio García dio en el clavo gracias a la economía de medios y un minimalismo muy bien buscado, con recursos como un montaje audiovisual, los figurines de Ladrón de Guevara, un vestuario realista que juega con la época desde la distancia y una concepción del movimiento variado y nada agobiante. Toda la escenografía sirvió a la acción dramática con belleza e imaginación, dando el empujón necesario a esta producción para colocarla en lo más alto.
La Escolanía Ciudad de Cuenca.
Cada mes que pasa son mejores. El miércoles dejaron con la boca abierta a los asistentes ante una partitura ambiciosa y compleja. Técnicamente mejoran día a día, con voces muy bien trabajadas por su director Carlos Lozano. Viven la música con ilusión y entusiasmo y lo trasmitieron sin concesiones. Tanto el septeto solista como el resto de la agrupación fueron sobresalientes y absolutamente profesionales. Muestran matices cada vez más ricos, colores siempre cambiantes, dinámicas cada vez más grandes. Suben como la espuma y no parecen tener límites.
Solistas vocales e instrumentales.
El cuarteto “adulto” se implicó perfectamente en la producción. Sus papeles son breves pero difíciles en un mundo de niños. El más amoroso y tierno es el de la institutriz Rowan, encarnado muy bien por la soprano Itxaso Moriones. Divertida y creíble en su permanente malhumor actuó la mezzo Alejandra Spagnuolo. Tanto el bajo Alfonso Baruque como el tenor Francisco Pardo cumplieron con sobrada solvencia en los dos papeles que deben abordar cada uno de ellos.
Los solistas de cámara Ciudad de Cuenca, bajo la dirección de Carlos Checa, extrajeron todos los recursos de esta compleja creación. Mantuvieron permanentemente el ajuste con las voces y plasmaron la hermosa gama de matices de una partitura que no deja reposo ni relajación durante la hora larga de duración.
En conclusión, un espectáculo magnífico y emocionante, una producción propia inimaginable hace unos pocos años, de primera fila y que necesita toda la ayuda para su exportación. Semejante muestra de talento, gestado en esta ciudad, no puede quedarse encerrada. España entera debe apreciarla… y quizá me quedo corto.